Un final alternativo...

 ... para Crónica de una muerte anunciada

Habían pasado veintisiete años desde aquella horrible madrugada en la que Bayardo San Román la devolvió a su familia y Ángela Vicario aún guardaba el secreto. Según lo que contó a sus hermanos, Santiago Nasar fue el hombre que le arrebató la virginidad y, por lo tanto, el causante y culpable de aquella deshonra. Como hombres de la familia, fueron a acabar con la vida de aquel pobre hombre con el fin de restaurar esa honra perdida.

Sin embargo, aunque Santiago Nasar no gozaba de la mejor fama en cuanto a relaciones con mujeres, parecía que había asentado la cabeza con su larga relación con Flora Miguel (con la que ya tenía arreglado un casamiento). Además, nadie en el pueblo tenía la sospecha de que Santiago y Ángela pudieran tener algo, pues pocas veces se les había visto juntos y nunca a solas. Esto despertó las sospechas entre los habitantes de aquella pequeña población. Ángela, aun así, no cambiaba su argumento ni daba más detalles a nadie.

No tardaron en aflorar las descabelladas teorías por parte de los más cotillas, que deseaban conocer la verdad real del asunto, pues desconfiaban de las palabras de la muchacha. Algunos coincidían en que Ángela estaba intentando proteger a su verdadero amor y había mentido para que mataran, injustamente, al desdichado Santiago Nasar. Otros pensaban que, efectivamente, él era el culpable y Ángela no era más que otra de sus furtivas amantes.

Ángela Vicario sabía que se iría a la tumba con ese secreto. Conocía las consecuencias de si alguien se enterara de la verdad y no estaba dispuesta a afrontarlas. Aunque sabía que aquel amor juvenil y descontrolado no sería posible nunca más, no estaba dispuesta a destruirlo, a acabar con la vida de aquel hombre que le había hecho sentir tanto y de la forma más pura y bonita que jamás había experimentado. Ese hombre que, después de haberla hecho imaginar un futuro juntos, prometerle el mundo y que ella se entregara a él completamente (al punto de sacrificar su pureza), se había marchado con otra mujer y había abandonado a la indefensa Ángela, sin escrúpulo ninguno. Ella le odiaba por eso, detestaba que él pudiese ser feliz con otra mujer y que no le marginaran por haber tenido otra pareja anterior. Despreciaba aquella sociedad patriarcal, machista y tradicional en la que vivía y la manera en la que debía permanecer callada, sumisa y pura toda su vida para agradar a los hombres. Aborrecía que el hombre al que tanto amó le hubiera hecho tanto daño y, aun así, ella fuera incapaz de dejar de amarlo y de delatarlo. Simplemente no podía, había algo que le obligaba a mentir para proteger a aquel indecente que le había destrozado la vida. Por eso mintió a sus hermanos, a su madre, a su padre, a su marido, a aquel periodista y a todo aquel que le preguntara sobre la identidad de aquella persona.

En el fondo se sentía culpable de haber matado a un inocente que no le había hecho nada malo nunca. Pero es que ella no esperaba que sus hermanos, Pablo y Pedro Vicario, fueran capaces de ajusticiar a un hombre como Santiago Nasar. Este era un joven propietario del Divino Rostro, una hacienda que su padre le dejó en herencia. Además era, en parte, de familia árabe, por lo que contaba con la protección de las bandas árabes de la zona. El hecho de que a menudo llevase un arma consigo era una razón añadida por la que era una presa difícil.

Por todo esto, Ángela pensó que sus hermanos se echarían atrás a la hora de asesinar a aquel hombre. Sin embargo, para ellos era más importante la honra que sus propias vidas y se lanzaron, cuales kamikazes, a matar a Santiago Nasar. Lo curioso del asunto es que ni siquiera trataron de ser sigilosos, sino que fueron anunciando por todo el pueblo sus intenciones. Quizás fue por esto por lo que tanta gente no los tomó en serio, además de por su fama de buenos chicos, por la persona a la que declaraban que matarían y por la particularidad de la fecha (pues era la madrugada posterior a la boda y muchos les acusaban de ir borrachos).

En resumen, a pesar de los anuncios de los hermanos Vicario, nadie se esperaba que Santiago Nasar fuera a morir esa mañana y de una manera tan sangrienta. Sorprendió incluso a Ángela Vicario, aunque no lo mostrara por su serio y amoratado rostro fruto de la paliza de su madre a raíz de la deshonra.

Ángela lloró cada noche hasta quedarse sin lágrimas. Le abrumaba la culpa de matar a un hombre inocente, la rabia de no poder odiar, dejar de amar o delatar al hombre que la sentenció a una vida de deshonra, la vergüenza de haber manchado la imagen de su familia, el “qué dirán” de todos los pueblerinos, el remordimiento por mentir a Bayardo San Román y tratar de ocultarlo de una forma tan miserable, la confusión por los nuevos sentimientos de amor que habían aflorado por su marido desde el momento de la devolución…

Habían pasado veintisiete años y aún guardaba aquel secreto que le estaba pudriendo por dentro, aquel secreto que había acabado con la vida de un inocente para salvar la de un impresentable, aquel secreto que había hundido a su guardiana en la miseria y a todos los que la rodean. Un secreto que, tras casi tres décadas, para el pueblo era ya una simple anécdota de lo que fue una furtiva historia de amor.

Natalia Sánchez González
2º Bach. C

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