… para la nivola Niebla
(Diálogo imaginario
entre Mauricio y Eugenia)
Eugenia y
Mauricio tomaron rumbo hacia el sur de España; él esperaba encontrar algún
trabajo que le asegurara algo de dinero, probablemente en algún puerto o
fábrica, con tal de callar la boca de su compañera que continuamente le
recordaba su estado laboral, o más bien la ausencia de este, mientras el
antiguo coche se movía lentamente por las calurosas carreteras.
-Porque
yo, Mauricio, yo he tenido que jugar muy, muy sucio para que estemos donde estamos,
¿entiendes?, que he sido yo, y no tú, la que ha tenido que aguantar todas las
interminables clases de piano a niños sin interés. Además, el único trabajo que
pudiste tener te lo di yo también, engañando al pobre Augusto, así que ahora no
me vengas con milongas y búscate una ocupación.-decía Eugenia visiblemente
enfadada.
-Si
yo lo busco, otra cosa es que lo encuentre.
El pobre
Mauricio, sin estudios ni objetivos, no sabía diferenciar entre una sardina y
una merluza, ¿cómo iba a encontrar nada en un puerto? Él esperaba que, de
alguna forma, y al ser Andalucía una tierra tan musical, Eugenia pudiera
encontrar un buen trabajo allí, al menos ella entendía de música.
-Yo buscaré
lo que pueda.
-Lo
que puedas no, lo que necesites, lo que necesitemos. Porque te recuerdo
que esto es culpa tuya, por no poder encontrar trabajo allí. Solo se te ocurre
a ti traernos al fin del mundo. ¿Tú sabes acaso el calor que hace en el sur?
Más te vale que el hostal ese que dices que conoces sea al menos fresco, porque
si no te juro, Mauricio, te lo juro por lo más sagrado, que yo me vuelvo y me
caso con Augusto.
Como un perro,
Mauricio agachaba las orejas y se mordía las uñas. Eugenia, pobre Eugenia, le
costaba tanto ser feliz. Toda su vida parecía estar llena de desgracias. No de
desgracias, de inconformidades, eso eran -pensaba ella- nunca estaba conforme.
Buscaba en todos los libros que hablaban de la felicidad, Platón, Aristóteles,
los más grandes, vamos. Llegó incluso a mirar en la propia Biblia a ver si
encontraba algo, cuando, en realidad, aquello que llamaban Dios quedaba algo
lejos de la joven. Esto la diferenciaba tanto de Augusto -concluyó-; él sí que
parecía feliz o, al menos, terriblemente ocupado como para no pensar en la
vida. Claro que ella, con sus insufribles clases de piano, las malditas clases,
no había quien se despegara de la realidad, horribles, aburridas clases…
-Yo
no pienso volver a dar una clase de piano, ¡que te quede claro eso!
-Pero ¿cómo piensas vivir tú?
-Pues
de ti, como muchas otras mujeres acomodadas.
-¡Acomodadas
dice! Tú y yo ahora somos pobres, tenemos que esforzarnos los dos porque si no
no salimos adelante ni el uno ni el otro.
-Debería
haberme casado con el otro -esto lo dijo susurrando.
-Ya
lo que me faltaba, Eugenia, lo que me faltaba.
Mauricio no
tendría ni trabajos ni objetivos, pero era un hombre de costumbres y que la que
debería convertirse en su mujer estuviera hablando de casarse con otro le
picaba y mucho. A fin de cuentas, ella era la que había decidido irse con él
¡solo faltaba! -pensó- que además de haber perdido la gran reputación que tenía,
ahora su mujer le estuviera poniendo celoso. Eso no podía ser. Ya está uno
cansado de siempre las mismas chorradas, ya está bien de repetirle lo poco que
valía. Pues sí, él era un hombre de costumbres; humilde, sencillo, apañao… Pero
desde luego que no era ni caradura ni vago, eso el Augusto, que, tras
esa carita de intelectual, no era más que un ricachón aburrido.
-¿Quieres
acelerar un poco que a este paso llegamos a Andalucía el martes?
-Mujer,
cálmate, que todavía queda mucho viaje y no quiero más tonterías.
-Madre
mía, Mauricio, madre mía.
Y así fue el
viaje en su mayoría. Resultó que, el sur al que se refería Mauricio era algo
más lejano a la tierra andaluza, pero al no saber este mucho de geografía, le
contó una milonga a Eugenia para que no se molestase. Finalmente, llegaron, no
a Andalucía ni tampoco aquel sábado, sino a la isla canaria de Fuerteventura.
Llegaron tal y como había previsto Eugenia un martes y allí se quedaron hasta
que decidí que era su momento de morir.
Alba Calvo Cuadrado
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